
Ángel Hernández
Naolinco, Ver.- En un rincón de Naolinco, Veracruz, donde la tradición se talla con paciencia y memoria, las manos de Adán García Escobar dan vida a los rostros que bailarán en las danzas de moros, cristianos y viejitos.
“Fue mi abuelo quien me enseñó —recuerda—. Cuando yo era niño me hizo una máscara y, con el tiempo, decidió mostrarme cómo se hacían. Yo tenía apenas 13 años cuando tallé la primera.”


Desde entonces, la madera de quimite —ligera, fibrosa y resistente— se convierte en su cómplice. Con apenas un machete, un serrucho, una gurbia y una chaveta, Adán transforma los troncos en expresiones: calaveras con barba, bigotones rizados, ancianos sonrientes.

Cada encargo lleva el sello de la creatividad y del cariño que imprime en el oficio. No es fácil, reconoce. Más que difícil, es laborioso y detalloso. Pasar horas encorvado, sentado, puliendo cada gesto de la máscara exige paciencia. Pero al final, la recompensa no es solo estética: es identidad.
“Me siento orgulloso, porque esto me gusta desde niño. Portar un granito de arena a la tradición de mi pueblo es un honor. Y voy a seguir hasta que Dios me lo permita”, dice con una sonrisa serena, mientras acaricia la madera recién tallada.

En cada máscara de Adán no solo habita el ingenio de un artesano, sino también la herencia de una familia y la fuerza de una comunidad que se resiste al olvido.
Son piezas que, más allá del baile, son obras de arte vivas, testigos de un legado que palpita en cada fiesta, en cada danza, en cada rostro tallado con amor.